8.19.2010

PARA TODA LA VIDA

Mil dudas me asaltaban; mis temores, todos, se hicieron presentes; las dos o tres decepciones anteriores se negaban a quedar en el pasado. Sujetabas mi mano; tus dedos se movían, incesantes, apenas en un roce sobre mi palma. Y yo, pobre diablo, no atinaba qué hacer. Hablabas en un susurro sensual, tranquilo, íntimo. Los rostros muy cercanos, los ojos buscando a los ojos, los labios ansiosos de encontrarse con los labios. Tus palabras, estoy seguro, eran acariciadoras, aunque hoy se pierdan en los recuerdos. Me esforzaba por conceptualizar cada acción, decodificarla, catalogarla, lograr una reacción; desesperado como estaba por entender, no se me ocurrió abandonarme a los sentidos, al instinto, al placer. Sentí miedo de ser rechazado, miedo de ser vulnerable, miedo de querer darlo todo y que no fuera suficiente. Pero tus palabras eran tranquilizadoras, tu sonrisa inspiraba confianza, tu mirada irradiaba fuerza. Dijiste que me amabas y al decirlo tus labios llamaron a los míos. Ronzamos un beso. Tu aliento, cálido, difícil, me ahogaba dulcemente. Llevaste la mano hacia mi cuello, tus dedos se entretejieron con mi pelo y, con movimientos suaves, firmes, orientabas mi cabeza a uno u otro lado para que los labios se acoplaran mejor. Te dejaba hacer, pero dudaba cómo debía actuar. Con la mano, sobre la blusa, recorrí tu espalda en movimientos tenues, pausados, tímidos. Nuestros alientos se entremezclaron. Los labios se unían, se separaban, succionaban haciendo difícil la respiración. A mitad del camino entre tu boca y la mía, las lenguas se encontraron; con ternura, en plan de reconocimiento, juguetearon empujándose suavemente, acariciando unos labios que no eran los propios, buscando el paso a la otra boca. Con mil precauciones llevé la mano bajo tu blusa; sentí la piel de tu espalda, vigorosa, suave, ajena pero mía. Con la lengua conocí tus dientes, tu paladar, y emocionado supe que podría conocerte entera. Tus dedos, curiosos, recorrían el camino de mi espina dorsal; los míos, ansiosos, pretendían circunscribir tu brasier. Despacio pero inexorable, separaste tus labios de los míos; mientras intentaba regresar a ellos, estrechaste el abrazo, recargaste la cabeza en mi hombro. No encontré tus labios. Por temor a un incierto rechazo, mi mano abandonó el interior de tu blusa. “Te amo”, con voz acariciadora dijiste, volviéndome el ánimo. Mis labios, sobre tu mejilla, no pudieron llegar hasta tus labios. “Amor”, pensé desconcertado, temeroso. Hubiera besado el lóbulo de tu oreja pero estorbaba el arete; me entretuve en tu mejilla. “Te amo”, repetiste, dulce, tierna, por completo dispuesta para la entrega. Y yo, que te amaba, sentí miedo del amor. Dos o tres recuerdos antes de ti, dos o tres heridas que no acaban de cerrar y sangran a la menor provocación. Con ambas manos sujetaste mis hombros. Los rostros frente a frente; tus ojos, radiantes, fijos en los míos. “¿Y tú? –preguntaste desde una ternura inmarcesible– ¿Tú me amas?” Miedo a mostrar los sentimientos, miedo a ser vulnerable, miedo al pasado. Era muy simple decir “Te amo”, “Te necesito”, “Te quiero”, “Soy tuyo”. Tan simple porque era la verdad. Pero dos o tres negativas llegaban del pasado. Cómo saber si la respuesta causaría después otra desilusión. “¿Y tú –insististe, sin poder ocultar una leve aprensión–, me amas?”. “Si digo que te amo y te ríes –cité el verso de una canción que ambos conocíamos–, me muero de pena”. “¡Tonto! –exultante, me abrazaste con fuerza– ¡Te amo, te amo, te amo!” Y también yo te amaba... Duele mucho cuando uno es abandonado, pero no sabes, no imaginas cuánto más se siente ser el que abandona y se arrepiente para toda la vida.

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Escrito por José Galvan Rivas.
Sacado de PRETEXTOS, libro de su autoría.

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